Los maestros no tienen que pedir permiso para nada.
Desde su trinchera cotidiana pueden convertir su espacio y su tiempo en un verdadero ejercicio de democracia real, de pensamiento crítico, de desborde de la creatividad y de la imaginación.
¿Qué se lo impide?
¿Qué le impide crear círculos de estudio con sus compañeros de trabajo?
¿Qué le impide generar estrategias creativas para enfrentar la problemática cotidiana del aula?
¿Qué le impide comunicarse con sus colegas a través de las redes sociales y mantener una permanente atención a las mejores prácticas?
¿Qué le impide crear grupos de sistematización de su práctica educativa?
¿Qué le impide crear una línea editorial que publique las ideas, los pensamientos, las propuestas de los maestros frente a grupo?
¿Qué le impide hacer el mejor congreso educativo del mundo construyendo un espacio nacional e internacional de debate sistemático sobre el asunto educativo?
¿Qué le impide construir círculos de autoevaluación y coevaluación, por medio de los cuáles se practique una evaluación fraterna y estimulante que apoye sus procesos de mejora continua?
Tal parece que nada se lo impide y, sin embargo, todo se lo impide si así lo decide el propio maestro.