I. Modernidad, educación y violencia
En el siglo XVII, Jan Amos Komenský o Comenius, por su nombre en latín, consideró como factor constitutivo de su Didáctica Magna una meta o ideal político: la cooperación de las naciones; es decir, el avance hacia una federación de los pueblos. De tal modo que junto al uso de imágenes para la didáctica, el interés por las ciencias naturales basado en la observación e inducción, y la obligatoriedad de la educación primaria, la experiencia moderna de la educación se ligó contundentemente a un programa social: eliminar la violencia del proceso educativo. La educación -aquella unión de teoría, práctica y crisis postulada por Comenius- hizo suyo un télos inmanente, esta vez regulado por la idea de la paz mundial. Si el fundador de la pedagogía moderna, instaurador de una discursividad paidocéntrica, caracterizó a la educación como el arte de hacer germinar las semillas interiores en el espíritu de los estudiantes, su criterio político asumió que esto último se lograría únicamente con la consecución del ideal federalista de la paz. El sueño anfictiónico de Comenius no sólo lo hace un precursor significativo del constructivismo contemporáneo, también lo sitúa dentro de una experiencia epocal cuya genealogía cruza por el kantiano planteamiento en torno a la Paz perpetua, de cuño ilustrado; modelo cosmopolita de regulación inter-estatal de aquella insociable sociabilidad que acompaña, según la opinión del filósofo de Königsberg, a la humana especie.
Pese a esta promesa progresista de un avance paulatino hacia mejor, sabemos que los caminos de la modernidad transitarían largamente por la noche de la violencia política. Entre otras cosas, el siglo XX mostró que el Estado -organización pensada por Hobbes para salvaguarda de la seguridad vital del ciudadano- no sólo podía vulnerar derechos y garantías individuales sino que podía disponer, con gesto soberano, de tecnologías dirigidas específicamente al exterminio en masa de seres humanos. El proceso de racionalización del capitalismo, cuyo “ascetismo intramundano” dirigía a la modernidad hacia una jaula de hierro (Weber), también aplicaría la industrialización al “trabajo de la muerte” (Kojéve, 2006) cuyo resultado irrevocable es el genocidio. Si bien, según el argumento foucaultiano, el racismo de Estado del nacionalsocialismo introdujo la vida de las poblaciones dentro de sus tecnologías biopolíticas, lo cierto es que también diseñó y aplicó un dispositivo de poder necropolítico. A juicio de Achille Mbembe (2011), pensador poscolonial a quien la teoría social debe éste planteamiento, la necropolítica fue constituida en Occidente durante el período de la expansión colonial europea; lo que hace del período colonial, sus enfrentamientos y resistencias, un antecedente relevante de las guerras totales: la serie de actos beligerantes que instauraban “estados de excepción” permanentes, destrucción de infraestructuras civiles, e indistinción entre combatientes y no combatientes; estado de anomia generalizada donde los enfrentamientos principales se libraban en medio de ciudades densamente pobladas. La Segunda Guerra Mundial, en este sentido, debe ser analizada como la aplicación de métodos de exterminio previamente ensayados sobre poblaciones en África, pero ésta vez ejecutados sobre poblaciones europeas.
Un axioma educativo
Dado este contexto, el filósofo Theodor W. Adorno sostuvo, en una conferencia emitida por la Radio Hesse el 18 de abril de 1966, que el ideario educativo contemporáneo se erige sobre un imperativo: “La exigencia de que Auschwitz no se repita es la primera de todas en la educación.” (Adorno, 2003: 80) Su estatuto de axioma la hace preceder a cualquier proposición en este rubro y es a tal grado innecesario fundamentarla que todo requerimiento al respecto “tendría algo de monstruoso ante la monstruosidad de lo sucedido.” (ídem) Lo ético y lo político preceden así a lo educativo. Dicho de otro modo, toda educación es una educación contra la barbarie. La enunciación de Adorno tenía algo de desesperado, pues la premura de este axioma radicaba en que lo monstruoso del genocidio no había penetrado suficientemente en la conciencia de los hombres; signo de “que la posibilidad de repetición persiste en lo que atañe al estado de consciencia e inconsciencia de estos.” (Ídem) La pregunta es si esta consciencia ha penetrado ya en el psiquismo de nuestros contemporáneos.
¿Compulsión a la repetición o pulsión de muerte? La agresividad persistente nos muestra que Auschwitz no fue meramente una amenaza de recaída en la barbarie, de la que tanto se presume en días de Adorno como ahora, sino que el exterminio industrial de masas fue la recaída en la barbarie de la que el proceso civilizatorio debía precavernos.
Lo terrible no es únicamente que Auschwitz haya ocurrido, como un acontecimiento pasado y finiquitado –por lo tanto, históricamente muerto- que puede emblematizarse y esgrimirse como argumento en la agresión de otros pueblos actualmente; para Adorno lo terrible consiste en que “la barbarie persiste mientras perduren en lo esencial las condiciones que hicieron madurar esa recaída.” (Adorno, 2003: 81) El simple hecho de que el genocidio haya ocurrido es expresión de una tendencia social extremadamente poderosa. El descubrimiento freudiano de que la civilización engendra por sí misma la anticivilización podría aportar, con su énfasis dialéctico, luces en el malestar de la humanidad ante un mundo regulado; pero sobre todo en la necesidad de centrarnos en la educación en la infancia para evitar la formación de personalidades autoritarias, capaces de cosificar a los otros. Un avance para evitar la furia de lo irracional reside en estudiar los mecanismos que vuelven a los hombres capaces de actos de inhumanidad, mostrárselos y lograr una mayor consciencia sobre ellos. En México nos enfrentamos a un problema como el de Adorno. Pese a las diferencias, el contexto de barbarie es tal que podríamos parafrasear su lema y afirmar: la primer exigencia en la educación es que no se repita Ayotzinapa, que no se repitan masacres en donde los derechos humanos sean violentados (cadena de mando mediante o no). En México, como ayer en Alemania, las condiciones de la barbarie persisten sin que hayan sido incorporadas en la conciencia de los hombres. Es en este contexto en el que tiene sentido hablar de una educación para la paz; la cual, menos que una transversalidad en las competencias genéricas, debería ser un horizonte normativo de integración social. Si la única posibilidad de resistir a la destrucción del individuo por el peso de la colectividad, y así impedir que el principio Auschwitz se replique compulsivamente, es la autonomía del sujeto (aunque ello nos obligue a forzar un retorno del sujeto en la filosofía), ello se debe a que la “educación en general carecería absolutamente de sentido si no fuese educación para una autorreflexión crítica.” (Adorno, 2003: 80) Cualquier debate en torno a ideales educativos es vano comparado con la necesidad ética de impedir que la masacre de civiles continúe.
II. La paz en la educación contemporánea
La Escuela Nueva desde sus inicios sostenía la necesidad de una racionalidad dialógica basada en la mutua comprensión y fraternidad. Como Jesús Palacios ha demostrado, la nueva educación abandona el autoritarismo disciplinario para centrarse en los intereses espontáneos del niño, potenciar su actividad, libertad y autonomía. Teóricamente, la Escuela Nueva se sostiene sobre la psicología del desarrollo infantil y aporta una nueva filosofía de la educación que aseguraría que la nueva educación “sería capaz de formar para la paz, la comprensión y el amor.”
La piedra angular de esta nueva educación, de Rousseau a nuestros días, radica en la confianza absoluta en la naturaleza del niño. De ahí que los valores sostenidos por esta formación discursiva soliciten un mayor respeto de la autonomía y autogobierno de los niños, capaz de coexistir con la supresión de la autoridad adulta en el ámbito escolar. Lección de emancipación fundamental que se sostiene sobre la idea de que la libertad no es arbitrio sino autorregulación y corregulación (Sutherland); pues un niño que es libre nunca siente necesidad de rebelarse. De ahí que Thrang-Thong argumentara que la organización de la educación pone en juego “las necesidades de la sociedad” con las “exigencias del niño y su desarrollo” (Apud Palacios, 1984). De generarse las condiciones adecuadas, el acto educativo podría realizarse como un acto cooperativo –bajo la dirección del maestro-, la relación de aprendizaje sería una relación de camaradería y el papel del pedagogo sería el de un auxiliar del libre desarrollo del niño. Entre otros, los pedagogos libertarios de Hamburgo abalaban la “difuminación del papel del maestro”; difuminación que, con sus diferencias de grado, replicaron las experiencias alternativas de Summerhill en Inglaterra, Montessori en Italia y la Escuela del Pueblo de Freinet en Francia. Frente a la educación basada en la enseñanza vemos desplazarse en nuestros días el papel central del acto educativo hacia el aprendizaje. Cambio positivo, toda vez que redundaría en un modelo cooperativo y solidario de aprendizaje, donde la ética del discurso activaría las clases y escuelas como grupos y comunidades de indagación de la verdad. De ahí que, en opinión de Palacios, la educación sea “entendida por el movimiento de la Escuela Nueva como un proceso para desarrollar cualidades latentes en el niño y la misma naturaleza infantil más que para llenar su espíritu con otras cualidades”; de igual modo, “es imprescindible que el niño pueda asimilar de manera directa e inmediata aquello que le rodea, sin imposiciones ni mediaciones propias de los adultos.” (Palacios, 1984)
Este impulso libertario y radical se comprende si consideramos la Europa en ruinas que los viejos valores patrióticos fueron incapaces de salvar. Sólo así se comprende la exigencia freinetiana de formar hombres libres en lugar de esclavos obedientes, capaces de ir al matadero a la menor indicación del fascismo (Cfr. Freinet, 1979: 20).
Educación, ¿para qué paz?
De este modo, los programas contemporáneos de la “educación para la paz”, surgidos de la Unesco y órganos diplomáticos como la ONU, están informados por una serie de experiencias contestatarias de gran valor educativo y altísimo contenido social. Ésta modalidad pedagógica trata el concepto de paz más allá de su semántica oposición a la guerra (regulada por protocolos de derecho internacional), y la adentra en la experiencia cotidiana de países que en América Latina, África y Medio Oriente requieren modalidades de convivencia capaces de resolver la alta conflictividad social (sobredeterminada con clasismo, racismo, sexismo y especismo, al menos) con medios no-violentos.
No obstante, en las condiciones actuales ¿cuáles son las posibilidades de un programa de ese tipo? Las críticas de Freinet a las escuelas tradicionales continúan vigentes: el universo escolar se vive como una esfera separada de las necesidades sociales; pero las modalidades de la Escuela Moderna de Freinet eran una crítica adecuada de la educación en las sociedades industriales, ¿qué pasa con nuestras sociedades post-industriales? En México, continúa siendo claro que los programas educativos relegan a la nación a una esfera de capitalismo de dependencia; lo que no sólo confirma la colonialidad del poder (Quijano), sino que relega los niveles de desarrollo por debajo de las demás naciones latinoamericanas. Los debates educativos se han anclado en la sinécdoque educativa que confunde los medios (evaluación) con los fines (educación). La ideología inmanente a las pruebas estandarizadas homologa realidades nacionales desiguales, comparando países de libre mercado como Finlandia con naciones de desarrollo inequitativo como México. En realidad vemos surgir nuevas tecnologías de gobernanza globales centradas en el requerimiento neoliberal de evaluar desempeños, índices de competitividad y productividad. Estas tecnologías implementan el principio empresa como nueva modalidad de relación consigo mismo: el sujeto administra sus recursos en tanto empresa. De ahí que los docentes tiendan a sujetarse a sistemas de evaluación y control de rentabilidad dentro de una mercantilización generalizada de la educación y la vida cotidiana. Apenas encontramos una relación social que no genere valor de cambio. El consumismo hedonista del éxtasis de la comunicación se ha extinguido (Baudrillard, 2008), en su lugar nos enfrentamos al emprendedor que subsume toda relación social en un marco de competencia con el objetivo de generar ganancias que le permitan agenciarse condiciones de seguridad elemental que actualmente se han vuelto servicios privados. El sujeto contemporáneo es un sujeto de rendimiento, que vive autoexplotando sus propias capacidades al borde del burn-out permanente (Cfr. Han, 2014).
III. Conclusión: para una pedagogía crítica
Si incluso la solidaridad desinteresada tiene que generar hoy día plusvalor, ¿de qué educación y de qué paz estamos hablando? La educación para la paz sostiene la necesidad de formar en valores y principios éticos basados en la convivencia, la cooperación y el civismo; de tal modo que el trinomio paz, no-violencia y educación para la tolerancia se enfrenta a un maremágnum que hace del emprendedor la subjetividad predominante. En este contexto, ¿qué relevancia tienen los valores morales en la vida cotidiana? Dado que nuestras posibilidades de transformar la realidad objetiva (relaciones sociales y políticas) son escasas, debemos centrarnos en modificar la realidad subjetiva. Sin embargo, frente a los hechos de violencia política vividos en el país muy probablemente llegaríamos a la misma conclusión que Adorno: “No creo que sirviese de mucho apelar a valores eternos, pues, ante ellos, precisamente quienes son proclives a tales crímenes se limitarían a encogerse de hombros; tampoco creo que ayudara gran cosa una tarea de ilustración acerca de las cualidades positivas de las minorías perseguidas. Las raíces deben buscarse en los perseguidores, no en las víctimas, exterminadas sobre la base de las acusaciones más mezquinas.” (Adorno, 2013: 81-82) Tenemos que llegar a la consciencia social y crítica de que los únicos responsables de nuestra recaída en la barbarie son quienes, sin capacidad de autorregulación, descargan su odio y agresividad sobre las víctimas; y que las víctimas, como muestra la larga historia de persecuciones, son agredidas por ser percibidas socialmente como más débiles y más felices que el agresor. “Esa insensibilidad es la que hay que combatir; es necesario disuadir a los hombres de golpear hacia el exterior sin reflexión sobre sí mismos.” Estoy seguro de que la difuminación del maestro en la educación contemporánea está en el origen de las angustias y resistencias de miles de docentes respecto al constructivismo. Hay buenas razones para temerla porque, efectivamente, “una de las condiciones del terror sádico-autoritario está ligada con la desaparición de la autoridad.” (Adorno, 2003: 84) Pero más terrible y angustiante que dicha desaparición sería nuestra incapacidad para formar individuos capaces de autorregulación y autonomía; es decir, sujetos autosuficientes “capaces de resistir si los poderes constituidos les ordenan reincidir (en actos criminales), mientras estos lo hicieran a nombre de un ideal cualquiera, en el que ellos creyeran a medios o, incluso, en el que no creyeran en absoluto.” (Ibídem, 83) Por lo tanto, ni la disciplina de antaño ni el laxismo posmoderno de la educación líquida: la educación para la paz debe colocar en su centro normativo una ontología social que muestre que nuestras vidas son, de hecho, vulnerables y que las condiciones de mi propia subsistencia requieren la presencia de otro, incluso de otros que quizá nunca conoceré. Por lo tanto, requerimos una ontología extática que muestre que mi existencia, en cierto modo, depende de otros fuera de mi alcance; que la vida es un acto de cooperación entre desconocidos, en suma. Debemos reconocer también que todo proceso de formación de sujetos (y estos siempre son procesos inacabados) también requiere de cierta violencia que ejerzo sobre mis pulsiones y que otros ejercen sobre mí: las normas que me hacen surgir también me violentan en esa fuerza generadora y reiterable; por ejemplo las normas de género coercionan y a la vez habilitan a los sujetos del género. Si esto es así, ¿qué pasa con la presunción educativa hacia la no-violencia? Como sostiene Judith Butler, la agresión es una dimensión ineludible de la convivencia humana; por ese motivo, “la no violencia, cuando y donde existe, implica una vigilancia agresiva de la tendencia de la agresión a surgir como violencia. Como tal, la no violencia es una lucha” (Butler, 2010: 234), constituyendo así una de las tareas éticas actuales y por-venir del acto educativo. De este modo, la educación para la paz habilita una ontología social del sujeto que se opone enfáticamente a la ontología individualista del neoliberalismo imperante. Es, como tal, una negación del orden existente. En el camino de tratar de eliminar las violencias intolerables del presente, de eliminar los rasgos sádico-autoritarios de los verdugos, debemos “promover una educación que ya no premie como antes el dolor y la capacidad de soportar los dolores.” (Adorno, 2003: 88) Hay que retomar la vieja lección de la filosofía: la angustia no debe reprimirse. “Cuando la angustia no es reprimida, cuando el individuo se permite tener realmente tanta angustia como esta realidad merece, entonces desaparecerá probablemente gran parte del efecto destructor de la angustia inconsciente y desviada.” (Ídem) Tenemos que hacerlo, pues las ejecuciones sumarias, los feminicidios, el ecocidio y el bullyng son efectos de una angustia desviada y de un masculinismo soberanista capaz de cosificarlo todo. Sólo una educación basada en una ontología social puede ofrecernos alternativas actualmente para resolver los conflictos abiertos por la gobernanza global, porque la paz tiene que lograrse a través de una contraglobalización cooperativa.
Bibliografía:
Adorno, Theodor W. (2008) “Educación después de Auschwitz” en Consignas. Amorrortu. Buenos Aires, pp. 80-95.
Apel, Karl Otto (1991). Teoría de la verdad y ética del discurso. Paidós. España.
Arendt, Hannah (2003). Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política. Trad. Ana Poljak. Península.
Baudrillard, Jean (2008). “El éxtasis de la comunicación” en Hal Foster (coord.), La posmodernidad. Kairós. Barcelona, pp. 187-197.
Butler, Judith (2010). Marcos de guerra. Las vidas lloradas. Paidós. España.
De la Reza, Germán A. (2009). La invención de la paz. De la República cristiana del Duque de Sully a la sociedad de naciones de Simón Bolívar. UAM/Siglo XXI. México.
Freinet, Celestin (1979). La educación moral y cívica. LAIA. Barcelona.
Han, Byung-Chul (2014). La sociedad de la transparencia. Herder. Madrid.
Kojéve, Alexander (2006). La idea de la muerte en Hegel. Leviatán. Buenos Aires.
Mbembe, Achille (2011). Necropolítica. Melusina. España.
Palacios, Jesús (1984). La cuestión escolar. LAIA. Barcelona.
Sutherland, Alexander (1973). Hablando sobre Summerhill. Editores Mexicanos Unidos. México.
El lector encontrará una historia conceptual sumamente esclarecedora sobre la invención de la paz en las semánticas de la política en el libro de Germán A. De la Reza, 2009.
No olvidemos que fueron los ingleses quienes inventaron la ominosa tecnología de los campos de concentración; ingeniería de contención de cuerpos y fuerzas de racionalidad aterradora.
¿De ruptura? Hannah Arendt argumentó que la experiencia totalitaria fue una ruptura radical con los valores de la modernidad, a tal grado que nos legó un mundo “sin herencia” (Arendt, 2003); vale decir, sin coordenadas de orientación dentro del terreno de la acción. Adorno, por su parte, sostendría junto a Horkheimer que le totalitarismo forma parte del despliegue dialéctico de la razón en la modernidad, generando su extremo opuesto: la barbarie tecnológica del genocidio (Adorno y Horkheimer, 2005). ¿Cuáles serían las consecuencias de este debate para la educación y su vínculo con la paz?
Ver Apel, 1991. Habermas y Apel han sido quienes, desde la filosofía alemana, han formulado las condiciones ideales del acto comunicativo (Habermas) y las condiciones pragmático-trascendentales de las comunidades de indagación (Apel). Ambos, pese a sus diferencias teóricas, parten de condiciones políticas que excluyen otras formas de interlocución no sustentadas en la hegemonía dialógica y sobre todo asumen aspectos eurocéntricos en sus perspectivas, las cuales deben contestarse desde un análisis de las relaciones de poder entre los participantes de la forma diálogo del discurso con enfoque poscolonial.