Para Vril
Para mis peque­ños ami­gos y ami­gas del Pre­es­co­lar Alber­to Dure­ro.
Para Tor­na y Atenea.

Mi hijo está cum­plien­do hoy cin­co años de edad y hace tres que no lo veo. Recuer­do con tris­te­za que llo­ra­ba cuan­do lo ale­ja­ron de mí.

Estoy en la cár­cel y no pue­do abra­zar­te ni jugar con­ti­go para fes­te­jar tu cum­plea­ños, así que voy a dar­te un regalo.

Pero quie­ro entre­gar­te un rega­lo que se con­vier­ta en muchos rega­los y que duren toda la vida y te lo ofrez­co con todo mi amor. Yo tam­bién lo reci­bí de mi mamá que es una seño­ra mayor, muy ale­gre y de fuer­te carácter.

Cuan­do ella me visi­ta trae de comer sus ricos gui­sa­dos, pla­ti­ca­mos his­to­rias y me infor­ma lo que pasa afue­ra. Cuan­do la des­pi­do me abra­za fuer­te, me da un beso y me dice: ten pacien­cia mijo. Y me que­do con ese gran obse­quio: La Paciencia.

La Pacien­cia via­ja en las pala­bras, no se ve, pero se sien­te; tie­ne la for­ma de una mujer muy gor­da, ancia­na, cari­ño­sa; que se pue­de hacer gran­de o gigan­te y tam­bién peque­ña, tan peque­ña, que pue­de desaparecer.

Es un poco difí­cil sen­tir y com­pren­der a La Pacien­cia por­que cami­na en las pala­bras y vive en los pen­sa­mien­tos. Aun­que nadie la ha vis­to, todo mun­do sabe que siem­pre sale del cora­zón. Si apren­de­mos des­de chi­qui­tos, podre­mos tener la gra­ta com­pa­ñía de La Paciencia.

La Pacien­cia que me entre­gó mamá siem­pre está jun­to a mí. Yo la cui­do, la res­pe­to y apren­do de ella. En las noches cuan­do me sien­to solo y con mie­do, cie­rro los ojos y res­pi­ro pro­fun­da­men­te, así es como me doy cuen­ta que la gor­da se sien­ta a mi lado, me son­ríe con su cara her­mo­sa de ancia­na y me cui­da duran­te mis sue­ños has­ta que ama­ne­ce. Si res­pi­ro y me tran­qui­li­zo la vie­ja se hace más y más gran­de, me tien­de las cobi­jas y me aca­ri­cia la cabe­za has­ta que me duermo.

En los momen­tos en que me deses­pe­ra el encie­rro, que me eno­ja el mal­tra­to de los poli­cías y que nece­si­to salir corrien­do a mi casa, pero no es posi­ble, La Pacien­cia me toma de la mano, me lle­va has­ta don­de ten­go mis libros y cua­der­nos y me hace escri­bir con la mano izquier­da, con letras y pala­bras digo lo que sufro y lo que me las­ti­ma. La gor­do­ta se sien­ta jun­to a mí, me habla al oído y me con­ta­gia sere­ni­dad. Otras oca­sio­nes, con voz muy que­di­ta me pide que haga un dibu­jo, ya sea con lápiz o plu­ma y ella me abra­za y me acom­pa­ña has­ta que el nue­vo dibu­jo ter­mi­ne por gustarle.

He esta­do muy preo­cu­pa­do por­que los abo­ga­dos no lle­gan, y afli­gi­do por­que mis com­pa­ñe­ros no me con­tes­tan el telé­fono, como si todos se olvi­da­ran de mí. Enton­ces La Pacien­cia que me dejó mi madre cre­ce otra vez, se bur­la gene­ro­sa­men­te de mi arro­gan­cia y me hace res­pi­rar hon­do, me hace mirar al cie­lo y a las nubes en todas sus for­mas y lue­go me hace reír por lo absur­do de mis sos­pe­chas. Me cal­ma otra vez.

He esta­do indig­na­do por la injus­ti­cia, muy eno­ja­do con­tra el juez y con­tra la poli­cía abu­si­va que gol­pea a las per­so­nas vio­lan­do sus dere­chos. Tam­bién me eno­jo por­que los otros inter­nos pelean o se dro­gan y gri­tan y se insul­tan. Yo explo­to y mal­di­go, es cuan­do hago chi­qui­ta y fla­ca a mi Pacien­cia y la pon­go en peli­gro por­que de tan peque­ña casi des­apa­re­ce. Pero ahí vie­ne otra vez, sale des­de el cora­zón y reco­bra su fuer­za. Se ríe de mí, me da una nal­ga­da cari­ño­sa y otra vez cons­cien­te, me hace entrar en razón, se sien­ta jun­to a mí y me aquie­ta para que no haga ton­te­rías ni pien­se locuras.

La pacien­cia me cui­da aun­que yo come­ta erro­res, ella me pone fren­te a lo que debo apren­der, es que aun­que ten­go cin­cuen­ta años de edad sigo sien­do un ton­to. Ella sabe y me ense­ña que para salir libre debo tra­ba­jar, leer, espe­rar, escu­char. Me ense­ña que las per­so­nas tie­nen otras for­mas de ser y de vivir dis­tin­tas a las mías y que a los demás tam­bién les cre­ce su Pacien­cia o les des­apa­re­ce y debe­mos res­pe­tar todas las pacien­cias, sean chi­cas o gran­des. Obvia­men­te, a las gran­des Pacien­cias hay que estu­diar­las y apren­der lo más que se pue­da de ellas.

Mi Pacien­cia es la com­pa­ñe­ra que me ayu­da a ver el futu­ro, me fro­ta los ojos con sus manos ave­jen­ta­das para que la mira­da via­je en el tiem­po. Así es como veo el maña­na y ahí estoy con mis hijas y mi hijo en pleno tra­ba­jo, cons­tru­yen­do empre­sas, crean­do pai­sa­jes, dan­do cla­ses, escu­chan­do la mejor músi­ca del mun­do y bai­lan­do. Me dice con su apa­ci­ble son­ri­sa: se hones­to y sen­ci­llo para que no ten­gas que cami­nar con car­gas pesa­das y lle­gues lejos; se ver­da­de­ro y cum­ple tu pala­bra, así ten­drás la con­fian­za de los demás; se ale­gra y amo­ro­so, para abrir todas las puer­tas. Tam­bién mi Pacien­cia me per­mi­te ver si me equi­vo­co; si estoy en el error, me obli­ga a dar­me cuen­ta y reconocerlo.

Lo que más le agra­dez­co a mi gor­da Pacien­cia es saber que mi vida le ha ser­vi­do al mun­do, y que el uni­ver­so está espe­ran­do que yo crez­ca más. Que mi cuer­po se haga salu­da­ble y resis­ten­te con depor­te y ejer­ci­cio; que mi men­te se haga cla­ra y agu­da para que la razón y el cono­ci­mien­to me orien­ten como brú­ju­las, si es que algu­na vez me pier­do; y que mi espí­ri­tu y mi alma se expan­dan, para tras­cen­der todas las épo­cas, todos los áto­mos y todos los planetas.

Yo sé que hay pala­bras un poco difí­ci­les de com­pren­der, pero es la cul­pa de mi Pacien­cia, ella me obli­ga a escri­bir esto.

Vril, hijo mío, aho­ra tie­nes una Pacien­cia y te va a decir cómo enten­der. Con el paso de los días y los años, éste rega­lo que estoy entre­gán­do­te, te va a dar otros muchos regalos.

Para que mi mamá me trai­ga a la cár­cel mi Pacien­cia, sopor­ta el dolor de sus hue­sos y sopor­ta la humi­lla­ción y el mal­tra­to y por eso estoy muy agradecido.

Aho­ra, con esta car­ta, te man­do mi mejor regalo:

¡Ten pacien­cia, mi hijo!

OSCAR HER­NAN­DEZ NERI
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