Propuesta enviada al VI Congreso Nacional de Educación Alternativa de la CNTE.
1. Fomentar la escritura (además de la lectura).
La escritura es la revolución cultural más importante en la historia de la humanidad. Sin la escritura no existirían ni la ciencia ni la cultura ni la tecnología moderna. Como ningún otro medio, la escritura permite concatenar ideas una tras otra, generándose así textos, argumentaciones y discursos sólidos y coherentes, lo cual hace posible un conocimiento integrado y profundo de los fenómenos y las cosas. La escritura es una maravillosa y fecunda tecnología de la palabra, esto se tiene presente. Pero no se valora el que la escritura es también una “tecnología del pensamiento” e incluso una “tecnología de la conciencia”. Se reconoce a la escritura como un medio valiosísimo y eficacísimo para almacenar y transmitir información (en el espacio y en el tiempo), pero se olvida que enriquece de manera considerable la reflexión y la introspección. La escritura nos ayuda incluso a aclarar, entender y valorar nuestras propias experiencias, emociones y sentimientos.
Walter Ong (Oralidad y Escritura, FCE) lo explica con claridad: “Mediante la separación del conocedor y lo conocido, la escritura posibilita una introspección cada vez más articulada, lo cual abre la psique como nunca antes, no solo frente al mundo objetivo externo (bastante distinto de ella misma), sino también ante el yo interior, al cual se contrapone el mundo objetivo”. El “yo interior”, el “yo consciente”, y su evolución a lo largo de la historia los conocemos gracias a la escritura, en especial a través de la literatura y los textos filosóficos humanistas, desde la Grecia clásica hasta nuestros días. Solamente con el conocimiento de esas otras manifestaciones del “yo consciente”, las generaciones anteriores han podido cumplir la sapientísima consigna: “conócete a ti mismo”, y gracias a esta misma “tecnología del pensamiento y la conciencia” estamos nosotros en posibilidad de atenderla; la escritura es pues herramienta poderosa para la construcción de una identidad. Sin la escritura sería imposible la civilización actual. Además de ser un valioso soporte para conocernos a nosotros mismos, la escritura, en tanto medio de expresión, tiene otros múltiples beneficios: nos permite ser más útiles, compartir con los demás nuestras preocupaciones, nuestros sentimientos, nuestras emociones, así como nuestros conocimientos e ideas, y ponerlos a prueba. La escritura es un medio privilegiado de realización personal, pues en gran medida nos hacemos humanos al expresar y hacer común con nuestros semejantes nuestra vida interior.
La escritura ha tenido y seguirá teniendo efectos amplios no solo en la dimensión cultural de la vida social e individual, también son indiscutibles sus enormes implicaciones en los ámbitos económico y político. En este último, la práctica regular de la escritura es apoyo importante de las élites dominantes y su ausencia es decisiva en las condiciones de marginación y sumisión de amplios sectores de la población, pues la escritura determina, enriquece y potencia las formas de pensamiento y expresión, tanto escrita como oral, de quienes leen y escriben sistemáticamente, y también regula, pero de manera subordinada, equívoca e inconsciente, la de quienes no lo hacen.
(…) la globalizada preocupación por desarrollar la “comprensión lectora” ha olvidado que lectura y escritura son dos caras de una misma moneda, no se puede ser un buen lector si no se ha tenido la experiencia de escribir (y viceversa). Por supuesto, examinar y evaluar la capacidad de escritura implica que los estudiantes escriban y que las comunidades escolares puedan leer, comentar y someter a crítica esos escritos. Sin duda, esto va en contra de los controles masivos y centralizados, implica confiar a las comunidades educativas la responsabilidad de auto examinarse y auto evaluarse, implica construir un sistema educativo democrático que eduque en la verdadera democracia a las nuevas generaciones.
En una sociedad democrática, la alfabetización universal debe entenderse no simplemente como el logro de la capacidad de leer y escribir de manera elemental, sino como la incorporación de la lectura y la escritura en la vida cotidiana de todos, como instrumento de trabajo y como medio de enriquecimiento personal.
2. Hacer de la escuela un espacio de expresión (libre, verbal, artística), no de silencio impuesto.
“Tenemos todo el derecho de protestar, de hablar, de expresarnos como jóvenes pero, ¿Por qué no lo hacemos? ¿Qué es lo que está pasando en el país? ¿Por qué no hablamos? ¿Por qué nos da miedo expresar nuestros puntos de vista? Creo que es tiempo de manifestar nuestra opinión y no permitir la corrupción. Instituyamos una manera de pensar propia y más crítica.” Estas son las esperanzadoras palabras escritas por un joven de quince años, estudiante de Cuetzalan (Puebla) de origen indígena, como respuesta a la orden perentoria de una maestra que le espetó “cállate”. El hecho lo relata la doctora Sandra Aguilera, especialista en educación, en un artículo en el que pone en evidencia el significado político del silencio y la importancia que tienen en la educación las experiencias que se viven no solamente en el aula, sino en toda experiencia cotidiana.
El silencio es la norma número uno en la escuela tradicional dominante. Hablar en clase o “en filas” es falta mayor que se castiga con puntos menos en el renglón “conducta” de la libreta de “calificaciones”. Este silencio impuesto en la escuela se proyecta simbiótico, como bien percibe el joven de Cuetzalan, en la vida pública. Pero esta es una forma de represión que está a punto de explotar, no solamente en el ámbito escolar, también en la política y en las relaciones sociales. El pecado mayor cometido por los “indignados” de muchos países, de expresarse pacíficamente, es castigado con represiones violentas que tendrán consecuencias imprevisibles.
La verdadera y urgente reforma educativa consiste en hacer de las escuelas espacios de desarrollo de las capacidades de expresión oral, escrita, argumentativa y artística.
Solo de esta manera la educación escolar contribuirá a la formación de personas cultas, activas, responsables. La pobre concepción de la educación como un proceso pasivo de acumulación de información o conocimientos ha sido denunciada por pensadores y educadores desde hace mucho tiempo, pero las autoridades educativas (de la SEP y otras instituciones), ignorantes de las más elementales críticas a esas concepciones, siguen haciendo todo para empobrecer la educación.
Con el argumento de que buscan mejorar la calidad de la educación han impuesto la prueba ENLACE, “objetiva, estandarizada, de aplicación masiva y controlada, precisa, conformada por reactivos de opción múltiple, cada uno con una sola respuesta correcta” (explicación oficial de las “características” de dicha prueba) la cual está contribuyendo ya a un mayor deterioro de la educación. Una de las claves para entender este desaguisado está en la obsesión del “control masivo” (se aplica a más de veinte millones de educandos) el cual por supuesto solamente puede lograrse con computadoras. Pero las computadoras solamente pueden leer “bolitas”, de modo que los estudiantes se ven obligados a “llenar bolitas”. Como es bien sabido, estas pruebas tienen la “virtud” de reorientar todo el esfuerzo educativo a la obtención de buenos resultados en ellas, de modo que hoy, maestros, directores e incluso padres de familia, tienen como principal empeño que los niños y jóvenes aprendan a “llenar bolitas” de manera correcta.
La prueba ENLACE no exige escribir una sola palabra, mucho menos una oración, un párrafo o una página. Producto del positivismo, el conductismo y la psicología experimental, estas pruebas están constituidas por “reactivos” en vez de “preguntas”; lo que se pide al estudiante no es que exprese algo personal (no se busca sondear a fondo, como dice la etimología de la palabra pregunta), sino solamente que reaccione, con un sí o un no, ante la provocación de un agente externo. En defensa de su aberrante examen, los tecnócratas que los formularon dirán que para que la respuesta sea acertada el estudiante deberá analizar el contenido de un o varios textos que se le presentan. Bien, en el mejor de los casos, el estudiante demostrará que ha alcanzado en determinado nivel de comprensión de lo leído (conceptos y argumentación), pero ninguna posibilidad hay de que pueda expresar algo que escape a la visión del “control total” que arrogante y autoritariamente imponen los autores de la prueba a todos los estudiantes y maestros del país.
Hablar, protestar, expresarse es un derecho de los jóvenes, y de todos. Y es un derecho cuyo respeto están exigiendo hoy jóvenes, trabajadores y pueblo en general en muchos países. La responsabilidad de los sistemas educativos es contribuir para que estas expresiones sean importantes, sólidas. Cualquier estudiante de primer semestre de pedagogía sabe que el estudiante aprende fundamentalmente lo que hace.
3. Implantar la pedagogía de la pregunta y cultivar la discusión (verbal y escrita) como principal método de conocimiento para superar el predominio de la “lección”, la “clase”.
La prueba ENLACE implica que el estudiante debe aprender a responder “con precisión” preguntas que otros han formulado, desprecia la capacidad y necesidad que tienen los jóvenes de aprender a expresar sus propias inquietudes e intereses en forma de preguntas propias. Nuevamente, como resultado de su matriz positivista y autoritaria, la prueba ENLACE comete el gravísimo error de hacer creer que para cada pregunta hay solamente una respuesta correcta y esta es la que determinó la autoridad.
Internet no sólo nos ayuda a responder en fracciones de segundo innumerables preguntas, hasta las más intrascendentes, nos da información por encima de la que necesitamos o solicitamos. La dificultad es seleccionar la que es relevante. Internet, sin duda, es una poderosa herramienta para la educación, pero su aprovechamiento implica tener preguntas y criterios para encontrar lo valioso. Además, como bien se sabe, también ofrece innumerables espacios de enajenación y deformación. Las niñas de hoy escriben “Barbie” y en menos de dos décimas de segundo aparecen ¡¡¡ trescientos cincuenta y un millones de resultados!!! Con imágenes y juegos que incitan en ellas, desde la más tierna edad, la vanidad, la frivolidad, la bobería y el consumismo. Niños y niñas escriben “Friv” en la barra de Google y aparecen ¡¡quinientos juegos mecánicos adictivos!! Que nada enseñan, excepto a mover rápidamente los dedos y convertirse, transitoriamente (espero), en autistas. Estos son sólo dos ejemplos.
Las respuestas a cualquier pregunta, e instrumentos de diversa especie (como juegos, ejercicios y experimentos), están hoy en día, en fracciones de segundo, en la punta de los dedos, y millones de niños han incorporado a sus hábitos diarios “conectarse a internet” (con la computadora o con otros aparatos), lo hacen casi mecánicamente. ¿Se resuelve el problema educativo regalando computadoras y “conectividad”? Las computadoras e internet nos dan acceso a respuestas, las preguntas las tenemos que hacer nosotros. Hay muchas clases de preguntas y la mejor educación que puede impartirse es la que motiva a hacer preguntas y enseña a formularlas, valorarlas e investigar para responderlas.
En rigor las escuelas no deberían tener problema para suscitar el afán de preguntar e inquirir pues parece ser este una cualidad innata en todos los seres humanos. Si me atengo a mi experiencia inmediata, con mis hijos y mis nietos, los seres humanos naturalmente preguntan, preguntan y preguntan, insistentemente, impertinentemente, incansablemente. Aún antes de hablar, con sus manos, sus ojos y su boca indagan sabores, texturas, formas. Así nacen niños y niñas (después la escuela los cambia). También los filósofos más importantes de todos los tiempos corroboran esta especie de naturaleza de los seres humanos. Aristóteles decía que todos los hombres de manera natural desean saber y que es a través de la curiosidad que los hombres comienzan y en un principio empezaron a filosofar; “primero curiosos ante perplejidades obvias y luego por progresión gradual, haciendo preguntas ante las grandes materias”. Pero en la escuela dominante actual está prohibido preguntar. Les está prohibido a los estudiantes e incluso a los maestros; las preguntas las formulan las autoridades y sus técnicos que redactan “reactivos”, y ahora ni siquiera las autoridades nacionales, las determinan los banqueros y economistas de la OCDE a través de sus cuestionarios estandarizados. Ahora, la única pregunta propia que hacen muchos estudiantes se dirige al profesor: “maestro ¿eso va a venir en el examen?”
Humanizar la vida escolar, hacerla coincidir con “la naturaleza humana” –objetivo esencial de la urgente reforma educativa – implicaría hacer de la pregunta propia el punto de partida de todo aprendizaje. Por tanto, la tarea de la escuela debería ser estimular la pregunta, enseñar a hacer preguntas, preguntas importantes, preguntas pertinentes, preguntas originales, preguntas atrevidas, preguntas provocadoras, preguntas y más preguntas. Sobre esa base puede y debe enseñarse a responder mediante la investigación, el estudio y la discusión, que adquieren sentido cuando responden a una inquietud y un interés propio. Hace muchos años Paulo Freire escribió un valioso libro titulado “Pedagogía de la Pregunta”, muchos más años antes, más de dos mil años atrás, Sócrates hizo de la pregunta el mecanismo generador del conocimiento y la educación. A lo largo de la historia muchos pedagogos han continuado el pensamiento pedagógico socrático y elaborado propuestas educativas que parten de la curiosidad innata de los niños y en ella se apoyan para promover su desarrollo: Rousseau, Freinet, Claparede, Pestalozzi, Froebel, Montessori… la lista es interminable. Hoy, la educación escolar, sometida a un proceso de industrialización deshumanizante con las pruebas estandarizadas, avanza en la dirección contraria.
Los métodos propuestos por esos pedagogos crean las circunstancias necesarias para que los educandos formulen preguntas, pero formular preguntas valiosas implica tener información, cultura, conocer las preguntas trascendentes que durante siglos otros se han hecho. A esto contribuyen las humanidades, la filosofía, la historia, la literatura y las artes, y por supuesto también la ciencia. Por esto es indispensable fortalecer estas disciplinas, en vez de disminuirlas como está ocurriendo con las reformas impuestas por los gobiernos panistas asesorados por la OCDE.
Ya he señalado en este espacio que uno de los efectos perniciosos de las pruebas de opción múltiple es que hacen creer que la educación es la acumulación de información para responder preguntas formuladas por otros, cuando el principalísimo objetivo de la educación debería ser enseñar a niños y jóvenes a formular preguntas propias y generar condiciones para que los estudiantes desarrollen un espíritu inquisitivo. Otro efecto pedagógico adverso: esas pruebas afirman que toda pregunta tiene solamente una respuesta correcta, cuando esto ocurre sólo en los casos de preguntas relativamente superficiales sobre hechos. Es incuestionable pues que la aplicación de las pruebas de opción múltiple, y la orientación de las actividades escolares para que los estudiantes las respondan correctamente, se traducen en grave deterioro de la educación: empobrecimiento de los “contenidos” y la destrucción del hábito y las habilidades críticas (evidentemente esto es lo que conviene a Televisa).
La buena discusión obliga a informarse, a escuchar, a analizar, a juzgar, a construir argumentos; y por supuesto, para que sea productiva, debe seguir un método y ante todo guiarse por el compromiso honesto de aprender, y de tener el valor de reconocer la verdad cuando se le encuentra, tenga las consecuencias que tenga, como decía Bertolt Brecht. Mediante una buena discusión en el aula, los estudiantes también aprenden mucho de sus propios compañeros.
4. Imponer como regla de comportamiento la cooperación y excluir la competencia y la rivalidad.
La competencia entre grupos o individuos siempre ha existido, obedece a múltiples causas y merece diversos juicios, pero ahora no es sólo una forma de relación social entre ciertos individuos, en determinados momentos o circunstancias, o peculiar de una actividad o un sector de la sociedad, es la pauta imperante en la economía, en la política, en el deporte, en la cultura, en las escuelas y en las universidades. Hoy, ser “competitivo”, esto es, capaz de competir con éxito venciendo a los rivales, es el ideal, la aspiración, el desiderátum universal; como parte del pensamiento único global no se concibe otro tipo de relación entre los seres humanos.
La escuela tradicional, dominante, es el lugar en donde se inicia el adoctrinamiento en la ideología de la competencia y la “competitividad” y uno de los espacios en los que la competencia está más institucionalizada: concursos, torneos, rankings, cuadros de honor, diplomas, medallas, “primeros lugares”, competencias deportivas, competencias entre maestros para obtener premios y apoyos, etcétera. Ahora también se impulsa la competencia entre escuelas para obtener recursos con los cuales operar. No puede extrañar que la escuela sea un espacio de violencia física, verbal o simbólica entre estudiantes (es innecesario el término “bullying) pues además es común, de inicio, una violencia institucionalizada, orgánica: rigidez reglamentaria irracional, mecanismos de exclusión, autoritarismos, humillaciones, injusticias disfrazadas de meritocracia, incluso violación a los más elementales derechos humanos. Este tipo de escuela no es pues la solución a la bárbara delincuencia que agobia al país. Por el contrario, la imposición de políticas educativas y modelos de educación autoritarios y plagados de injusticias será factor de agravamiento de los problemas actuales. Es necesario apoyar la educación para ayudar a resolver múltiples problemas sociales, entre ellos el de la violencia y la criminalidad, pero esto implica necesariamente una reforma simultánea que haga de la escuela un espacio de promoción de valores opuestos a la competencia y la “competitividad”, de otra forma se estará echando más gasolina al fuego.
La reforma a la escuela exige implantar como norma la cooperación, está probada su eficacia y eficiencia. Desde el siglo pasado, múltiples experiencias basadas, por ejemplo, en las propuestas pedagógicas de Francisco Ferrer Guardia, Célestin Freinet, John Dewey, Paulo Freire y muchos otros (la bibliografía es amplísima), han mostrado que la colaboración no sólo genera mejor aprendizaje, sino que también desarrolla valores éticos, sociales y humanos en los estudiantes. Una experiencia probada, muy eficaz y de alto valor pedagógico para todos — en dirección opuesta a la competencia entre estudiantes — es la colaboración de los más avanzados con el aprendizaje de los menos avanzados.
En primer lugar es inaplazable remplazar las omnipresentes rivalidades y competencias en el ámbito escolar e instaurar como principio de relación la cooperación. Ya hemos hecho ver en este espacio que estudios empíricos cuidadosos han mostrado que la competencia, así sea en juegos en apariencia inofensivos o incluso pretendidamente “educativos”, genera actitudes agresivas; esto ocurre también, y con mayor fuerza, con competencias cuyos resultados significan pérdida de un bien, de imagen, prestigio, poder, o de algún derecho.
Para niños y jóvenes, el ambiente escolar es, con mucha frecuencia, agresivo. En el aula y en la conducción de la escuela son constantes la irracionalidad, la arbitrariedad, el autoritarismo; esta es violencia que genera violencia. Es inaplazable propiciar el remplazo de estas formas de sometimiento por el predominio de la razón, por el respeto a los derechos de los demás, por una ética humanista.
Por otra parte, para que la escuela sea eficaz en el combate a la violencia es indispensable que se empeñe en una educación integral de los niños y los jóvenes, de modo que éstos tengan bases para formarse un proyecto de vida. Eric Fromm ha hecho ver que otra causa de las actitudes destructivas y agresivas es el “aburrimiento”, entendiendo por esto la ausencia de un sentido de vida. Una capacitación estrecha para competir por empleos, que no existen, solamente aumenta la frustración, el desencanto con la vida y las conductas violentas que tanto lamentamos.
5. Reconocer al error como vía del aprendizaje en vez de castigarlo.
Otro efecto pernicioso, anti educativo, de las pruebas de opción múltiple, es que exaltan el aspecto negativo de los errores, sólo reconocen esta faceta, ignorando que el error es ocasión de aprendizaje; la ciencia, dice Gastón Bachelard, es una serie de errores corregidos. Esas pruebas incluso hacen del error causa de sentimiento de culpa (por supuesto también este efecto es de interés para quienes se benefician de una sociedad estratificada); las pruebas de opción múltiple, en su búsqueda de “objetividad”, arrojan resultados puramente “cuantitativos” (cantidad de aciertos), aun cuando los números no necesariamente significan “conocimiento objetivo” y nada dicen de la naturaleza y las causas del error y por tanto no abren el camino para su superación.
6. Poner en el centro de la motivación de los estudiantes los valores de uso del conocimiento en vez de los valores de cambio.
Las motivaciones de los estudiantes para estudiar y aprender no han merecido la atención debida; por esta razón, muchas reformas educativas fracasan pues son los estudiantes quienes tienen que hacer el trabajo de estudiar para aprender y, si no están motivados, todo intento de reforma educativa fracasará. (Robert J. Samuelson)
Todas las teorías de la psicología educativa, la pedagogía y demás ciencias de la educación sostienen que los resultados de cualquier acción educativa dependen determinantemente de la motivación del estudiante. Aún antes de que la ciencia se ocupara de la educación, durante más de dos milenios, desde la filosofía también se ha afirmado con argumentos que la educación y el desarrollo del conocimiento, las habilidades y las virtudes implican una fuerza interna del educando. Incluso, hoy, este principio encuentra respaldo en los avances de las neurociencias.
Aun cuando se supone que los estudiantes van a la escuela a estudiar, es necesario empezar por establecer una distinción entre la motivación para ir a la escuela y la motivación para estudiar. Por más que esto pareciera extraño así es. Con mucha frecuencia, jóvenes y niños van a la escuela por razones distintas a la de aprender, por ejemplo: obedecer a sus padres, no aburrirse, huir de la casa, obtener un servicio médico o seguro de estudiante, dar satisfacción a sus padres, encontrarse con amigos, presumir que se es universitario, adquirir una “identidad”, no quedarse atrás (no ser menos) en relación con familiares y amigos, disfrutar de actividades extraacadémicas que ofrecen la escuela o la universidad (deportivas, culturales, sociales). Todas estas motivaciones, que en la vida real son habituales, pueden darse sin que esté presente el deseo de aprender, ni valoración alguna por el conocimiento y la cultura por lo cual podríamos catalogarlas como motivaciones espurias.
Un aspecto del valor de uso del conocimiento es el que se deriva de su poder para resolver problemas y satisfacer necesidades, ya sea individuales o sociales. Saber curar una enfermedad, tener conocimientos para diseñar un puente o una carretera, conocer las leyes para poder defender una causa justa, disponer de las herramientas conceptuales adecuadas para comprender un fenómeno social, son ejemplos del valor de uso del conocimiento. Quien se fija como meta contribuir a la solución de esos problemas o necesidades buscará los conocimientos necesarios y sabrá aprovechar las oportunidades que para ello le ofrecen la escuela y la universidad. De la solidez de su compromiso y empeño por contribuir a atender esas necesidades dependerá la fortaleza de su motivación para constituirse en un agente activo en el proceso educativo y permanecer en él trabajando con la intensidad necesaria.
De manera creciente, la solución de los problemas personales o familiares también requiere de conocimientos y en ocasiones de conocimientos avanzados. La salud, la organización de la vida cotidiana, la educación de los hijos, las relaciones laborales, los problemas de la vida urbana, implican la aplicación de conocimientos o por lo menos la capacidad de gestionar los apoyos especializados necesarios.
Otro aspecto del valor de uso del conocimiento es la posibilidad que en él encontramos para desarrollarnos como personas, para encontrar el sentido de la vida y respondernos a las preguntas básicas de nuestra existencia. Asimismo, el valor de uso del conocimiento se deriva de la posibilidad que nos ofrece para entender el mundo natural, el universo, la humanidad y su historia. La seriedad con la que se asuman estos problemas determinará la fortaleza de la motivación para estudiar con empeño y resultados.
7. Fomentar la motivación intrínseca en vez de la extrínseca, y por tanto prohibir las “calificaciones”, los premios, los castigos, los concursos y las distinciones (y las humillaciones)
A la buena educación de nada le sirven los “papeles” (las “calificaciones”, los certificados y los títulos). Las instituciones escolares las usan para atraer clientela y para controlar la disciplina en su interior, pero su preeminencia debilita la motivación intrínseca para estudiar y aniquila la ansiada “calidad” de la educación. La pobre y poco confiable información que proporcionan los certificados para permitir el ingreso a un curso escolar debe reemplazarse con evaluaciones diagnósticas “ad hoc” al inicio de dichos cursos. Lo mismo debería establecerse en todos los niveles del ámbito laboral, en el cual se desperdician valiosas habilidades y conocimientos de personas que se han formado fuera de las aulas y que carecen de “papeles”. Carol Sager publicó hace ya quince años un sistemático estudio de los argumentos que esgrimen estudiantes, padres de familia, maestros y empleadores para oponerse a la eliminación de las calificaciones escolares y demuestra que se trata de un ejemplo paradigmático de injustificada resistencia al cambio.
Pero lo que más nos interesa no es el calificativo que merece cada una de las motivaciones, sino el efecto que tienen en los resultados de la educación. Esas motivaciones espurias son débiles, insuficientes para generar el esfuerzo que exige el estudio. En los niveles básicos, la permanencia en la escuela se resuelve por la obligatoriedad a que están sometidos los niños, su dependencia total de los padres, y los mecanismos de premios y castigos, pero en los niveles superiores del sistema escolar, la ausencia de otras motivaciones genera un creciente abandono de los estudios.
Otra motivación semejante a las anteriores es la de simplemente obtener un certificado de estudios o un título universitario para fines distintos al de la aplicación de conocimientos (como la ostentación o el arribismo), para lo cual se acepta que deben cumplirse ciertos requisitos, incluso si es necesario obtener algunos conocimientos. En estas circunstancias los conocimientos no son un fin, son un trámite. Esta motivación igualmente espuria es propiciada intensamente por la sociedad contemporánea, que atinadamente se ha denominado sociedad credencialista. Estas motivaciones tienen una fuerza variable, incierta, pero en cualquier caso, el conocimiento adquirido es superficial y volátil.
Habría que excluir de esta categorización — y reconocer su legitimidad — la motivación de adquirir conocimientos con la finalidad de venderlos y ganar honestamente el sustento. Esta última es también una motivación muy frecuente y no puede pues confundirse con las motivaciones totalmente ajenas al proceso de aprendizaje, ni con la de aceptar el aprendizaje como un costo para obtener una distinción. Aquí hay un interés real en el aprendizaje, incluso en su solidez, pues se asume que de ello depende la posibilidad de obtener el fin deseado de venderlo.
Todas estas motivaciones extrínsecas, originadas en el valor de cambio del conocimiento, han sufrido el embate de cambios sociales importantes, entre ellos la creciente descalificación del trabajo para la gran mayoría de la población, la pérdida de estatus de los títulos universitarios y como señala Samuelson, la pérdida de “autoridad” (más bien poder de mando) de maestros y padres de familia y la consecuente ineficacia de los premios y los castigos.
Remontar esta situación, incrementar la permanencia de los jóvenes en las escuelas y lograr que esto se traduzca en aprendizajes reales, duraderos y sólidos implica desarrollar otro tipo de motivaciones, motivaciones intrínsecas, sustentadas en los valores de uso del conocimiento, que van desde la valoración del conocimiento por su utilidad práctica (individual y social), hasta la valoración del conocimiento y la cultura por su sentido trascendente.
Esto exige, en primer lugar, establecer una clara distinción entre la función propiamente educativa y cultural de las escuelas y las universidades, y la función que materializa el valor de cambio de los mismos: la certificación y el otorgamiento de títulos. Estas dos funciones se enmarañan en el aula, en las funciones docentes, en la visión que de la educación tienen los estudiantes y la sociedad toda. Al entrar a un nuevo curso, los estudiantes preguntan insistentemente ¿eso va a venir en el examen? El primer gran reto del profesor (desde la primaria hasta el posgrado) es remontar esta deformación valoral –que ellos no han originado– y lograr que los estudiantes se interesen en los conocimientos.
Otorgar a los maestros el papel de funcionarios públicos cuya firma tiene valor legal y económico es pervertir la función docente, degradar la tarea educativa y marginar el valor de uso del conocimiento
(…) la abundante información arrojada por las investigaciones de los psicólogos, (…) muestra que los estímulos externos, como los incentivos monetarios y otros, destruyen la motivación intrínseca que es la clave del buen aprendizaje, de la ambicionada calidad de la educación. La reforma educativa no se puede reducir a medidas para mejorar la administración de personal. El reconocimiento de que la reforma educativa es ante todo un reto pedagógico debe traducirse, entre otras cosas, en ver el “problema del magisterio” no como un asunto de administración de recursos humanos, sino como la exigencia de crear las condiciones necesarias para que los maestros se constituyan en comunidades de enseñanza y aprendizaje que promueven su permanente desarrollo profesional.
El empeño de las instituciones educativas debe ser que los estudiantes aprendan, no que “saquen buenas calificaciones”. Una de las falacias de las instituciones educativas es la identificación de “buenas calificaciones” con buena formación académica o educación sólida. Es necesario reiterar que las “calificaciones” engañan desde su nombre mismo pues un 8 o un 10 son una cuantificación, no una calificación. Además, también hay que reiterarlo, la materia principal que se trabaja y examina en la escuela, y que es objeto de las “calificaciones”, es el conocimiento (en su sentido más amplio) y el conocimiento no es cuantificable a menos que se reduzca a mera información. La conversión del conocimiento en “puntos” (insubstancial unidad de medida de las “calificaciones”) implica muchas arbitrariedades y en general hace abstracción de lo más importante: habilidades complejas, actitudes, riqueza de criterios. Ante la obligación de convertir las evaluaciones en un número, los profesores se ven orillados a contar el número de cuartillas entregadas por el estudiante o el número de respuestas correctas a un cuestionario, sin atender al significado del acierto o el error de cada una de ellas.
Las mal llamadas calificaciones (ya sea un número o una letra) sirven para clasificar a los estudiantes, para facilitar y justificar el otorgamiento de premios y castigos, pero carecen de utilidad pedagógica o educativa. Entregar a los estudiantes un número como resultado de un examen los deja desarmados, sin saber a ciencia cierta qué es lo que deben mejorar y cómo hacerlo.
Los estudiantes de las instituciones convencionales saben muy bien de qué se trata el juego, y lo siguen. Hace unos días, escuché decir a un joven: “voy a inscribirme en esa materia, no me interesa para nada, pero es fácil y así puedo subir mi promedio”. Los “promedios” escolares son engaño al cuadrado pues todos sabemos que “promediar” sirve precisamente para olvidarnos de las diferencias y de otras muchas realidades incómodas. Las normas escolares hacen caso omiso de una obviedad: un estudiante que cursa cinco materias puede obtener 8 de promedio con cinco “ochos”; o con dos “seises”, un “ocho” y dos “dieces”, o con otras muchas combinaciones. Si un estudiante de ingeniería tiene ocho de promedio, pero con un seis en matemáticas y un seis en física (y si esos números representan algo), ese estudiante “va muy mal” pues esas son dos materias básicas, fundamentales, indispensables. Sumemos a esto el absurdo de sumar o restar “puntos” por mal o buen comportamiento, por asistencia a clases, por entregar tres cuartillas más, o por las simpatías del profesor hacia el estudiante.
El asunto adquiere un carácter más grave cuando a esas “calificaciones” de los estudiantes se les asocian premios y castigos, o se condicionan a ellas las posibilidades de sobrevivencia para los estudiantes (las becas). En estas circunstancias, la simulación tiende a convertirse en franca corrupción e instrumento de control, de discriminación y de la prevalencia de intereses ilegítimos. Las becas para estudiantes deben verse como la justa y necesaria satisfacción de una necesidad, no como premio o estímulo.
8. Eliminar la confusión injusta de logros con “méritos” para propiciar la “equidad”
¿Es justo dar apoyo preferente a alguien simplemente porque ha tenido más logros que otros? En las universidades y en el sistema educativo en general esta es la regla y, no sin arrogancia, quienes en virtud de ella están en la cúspide, proclaman que su aplicación constituye un justo premio al “mérito”. Pero si eso fuera hacer justicia, en otros ámbitos lo justo sería darle todo el apoyo posible a Carlos Slim, a Emilio Azcárraga y a Octavio Paz y negárselo al analfabeta “viene viene” de la esquina o al campesino que con arduo trabajo sobrevive en su parcela.
Si por “merecer” entendemos ser tratado con justicia, decidir a quién apoyar no es tarea simple ni fácil. No cabe confundir logro con mérito. La justicia humana es extremadamente incierta, el concepto mismo de justicia es motivo de complicados debates desde hace milenios (véanse los enredos de John Rawls). En los sistemas educativos debe pues tenerse mucha prudencia cuando se trata de reconocer “méritos” y “hacer justicia”. Quizá en el imposible caso de que los destinatarios de un apoyo hubieran partido de condiciones idénticas (incluyendo las biológicas) y trabajado en circunstancias también idénticas pudieran equipararse logros y méritos. Es parte de la ideología de “los de arriba” afirmar con simplismo e interés que los logros dependen exclusivamente del esfuerzo y del “talento”. Falso, la actividad humana y sus frutos son resultado de una compleja interrelación entre historia, esfuerzo, capacidades, motivación, logros y circunstancias. La falsedad e injusticia de la supuesta “meritocracia” fueron señaladas por quien acuñó este término, Michael Young, padre de la paradigmática “Open University” británica.
Hacer justicia con los apoyos que se dan en la educación exigiría la impracticable tarea de adentrarse en la vida de cada estudiante y hacer comparaciones objetivas. La aspiración no puede ser esa. Lo que sí debe hacerse es, en primer lugar, no pretender legitimar numerosas decisiones discriminatorias con el argumento de que se premian méritos y se hace justicia. Abiertamente debe reconocerse que muchas decisiones se toman con alto grado de arbitrariedad y con elementos endebles. Por otra parte, debe ponerse empeño y creatividad en el establecimiento de procedimientos novedosos, generosos y lo menos injustos posible. Experiencias las hay y muchas. Por ejemplo, las “acciones afirmativas” aplicadas en muchas instituciones educativas y programas sociales, mediante las cuáles se busca compensar, aunque sea parcialmente, las desventajas en las que compiten los individuos pertenecientes a diversos sectores sociales y con historias desiguales. Confundiendo logros con méritos el sistema educativo ha generalizado el famoso “efecto Mateo” denunciado por el sociólogo Robert Merton: “alque tiene más se le dará en abundancia y al que tiene poco eso se le quitará”. Finalmente la salida está en ir más allá de la anhelada justicia y actuar con generosidad conforme a principios humanistas y democráticos.
Otro argumento que se esgrime para dar apoyos preferentes a quienes han tenido mayores logros no tiene que ver propiamente con la justicia, tal argumento es la eficiencia: se afirma que quienes han tenido mayores logros garantizan mejores rendimientos (así se justifican los “estímulos” a los adinerados capitalistas). Si se trata de recursos privados, el otorgante puede olvidarse de la justicia y decidir en función de sus criterios e intereses personales. Pero si los recursos son públicos su asignación debe considerar criterios sociales: contrarrestar las condiciones privilegiadas que, por lo menos en parte, explican las diferencias de resultados, y atender el objetivo de disminuir la injusticia, la desigualdad y la inequidad. Asunto distinto es la juiciosa consideración de la preparación y las capacidades de las personas para la asignación de tareas, pues (por lo menos en el ámbito público) éstas no han de concebirse como premio, ni constituir ocasión de beneficio personal.
Un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo (como señala nuestra Constitución), rinde socialmente muchos mejores dividendos (incluso económicos) que el fortalecimiento de las élites. Pablo Latapí, educador fallecido hace dos años, rechazaba el uso irreflexivo y obsesivo del concepto de “excelencia” (que significa sobresalir) y citaba con frecuencia: “no se trata de llegar primero sino de llegar todos y a tiempo”.
9. Fortalecer las humanidades, especialmente la literatura por sus valores estéticos, éticos, históricos y sociales, no por su utilidad instrumental, y la historia por la riqueza que aporta a todo conocimiento.
(…) los sistemas educativos tienen una obligación clara e indiscutible: dar a toda la población una sólida formación básica, humanística, científica y crítica que no solamente les sirva para moverse en el incierto mundo del trabajo, y también para entender el sistema y los procesos que lo determinan y ser capaces de convertirse en sujetos conscientes de dichos procesos. Otra obligación es dejar de engañar a los jóvenes con promesas de futuros empleos maravillosos si se inscriben en tal o cual institución educativa. Aquí cabe releer la enérgica y emocionada denuncia que hizo hace algunos años Viviane Forrester (El horror económico, FCE).
Hay por lo menos dos elementos de la reforma del bachillerato impulsada por la SEP que merecen una urgente crítica: el enfoque de las “competencias” y la desaparición de las disciplinas de humanidades y ciencias sociales. El enfoque de “competencias” privilegia el “saber hacer” como fin único de la educación y suprime otro objetivo esencial de esta tarea: enseñar a “saber ser”. No es necesario especular acerca de las consecuencias que tiene este enfoque; congruentes con él, sus promotores eliminan de los planes de estudio la filosofía e introducen versiones aberrantes de las demás humanidades: la historia, las letras, las artes (la música ni siquiera aparece). La filosofía desparece totalmente, los ignorantes promotores de esta reforma afirman que se atiende “transversalmente” en otras disciplinas. La literatura aparece dentro del área de comunicación (¡¡¡¡¡) y la historia es una más de las ciencias sociales junto con la administración.
Solo una profunda ignorancia y una ideología ramplona pueden generar esas reformas: la acusación de que los problemas sociales, económicos y políticos obedecen a la incompetencia del pueblo trabajador (por eso hay que hacerlos competentes y competitivos mediante las “competencias”); los seres humanos concebidos solamente como productores, como empleados o, si acaso, como ciudadanos bien portados para lograr la tranquilidad social que requieren los negocios y el progreso; el desconocimiento de que la historia no es una más de las “ciencias sociales”, sino la ciencia por antonomasia tanto en el ámbito individual, como en el social e incluso en el de la naturaleza; el desconocimiento de que la filosofía no se reduce a la lógica sino que, con el resto de las humanidades, es el espacio de reflexión y análisis en donde determinamos quiénes somos y a dónde vamos; el desconocimiento de que las letras, la literatura, no son solamente un medio de comunicación sino, con las demás humanidades, arsenal que nos provee de valores estéticos, éticos, humanos, imprescindibles para seguir siendo humanidad; el desconocimiento de que las artes son no solamente materia de “apreciación” sino necesidad vital de expresión y enriquecimiento personal.
Las humanidades contribuyen a dar sentido ético, estético, social, histórico y personal a lo que somos y a lo que hacemos, alimentan la voluntad, el carácter, la virtud y la sabiduría y de esta manera dan sustento y orientación al saber hacer. A los funcionarios de la SEP no les interesó el debate con los universitarios, o se dieron cuenta que no tenían tamaños para discutir. Para orientarse, dichos funcionarios tienen a su asesor que es la OCDE, el nuevo “gran hermano” de la educación mexicana dominado por economistas y banqueros metidos a educadores.