Reclu­so­rio Molino de Flo­res
Tex­co­co, esta­do de Méxi­co a 8 de Enero de 2016.

HER­MA­NOS, HER­MA­NAS, COM­PA­ÑE­ROS Y COMPAÑERAS.

Ini­cia un año, nue­vo calen­da­rio, con sus días, sema­nas y meses que se agre­ga­rán a la vida de cada quien para hacer­se mayor. En la cár­cel teje­mos los mis­mos días, las mis­mas sema­nas, los mis­mos meses muer­tos. El año vie­jo se fue como no se fue el plan­tón de nues­tra lucha, no tuvo vaca­cio­nes, se ha que­da­do en su sitio impres­cin­di­ble, hacien­do pre­sen­te al cora­zón y a la mano soli­da­ria. Cuan­do las luces navi­de­ñas de todas las ciu­da­des se apa­ga­ron, los vela­do­res de la liber­tad per­ma­ne­cie­ron de pie. Gra­cias, gra­cias, gra­cias. Y para endul­zar los villan­ci­cos de las cel­das asfi­xian­tes vinie­ron a dejar­se abra­zar mis divi­nos visi­tan­tes, desa­fian­do la modo­rra decem­bri­na, tra­yen­do pon­che, hacién­do­me par­te de sus ora­cio­nes, cre­cién­do­me como se cre­ce al her­ma­ni­to menor.

 

Alcan­za­mos los vein­te meses de pri­sión y con ellos mi segun­da cons­tan­cia esco­lar. La com­par­to con todos uste­des y la ofrez­co como home­na­je a quie­nes man­tie­nen su pacien­cia para escu­char­me en el telé­fono y sal­var­me de los abis­mos coti­dia­nos. Es una cons­tan­cia del Taller Edu­ca­ti­vo, en él reci­bi­mos cla­ses y nos dimos cla­ses, apren­di­mos, ense­ña­mos, dia­lo­ga­mos, a pesar del coor­di­na­dor del área edu­ca­ti­va, de los direc­to­res del penal, de los coman­dan­tes, que se rego­ci­jan en las res­tric­cio­nes, en la obce­ca­da cer­ti­fi­ca­ción y en el pla­cer del some­ti­mien­to cie­go. A pesar de ocu­par solo una hora vein­te minu­tos por día hábil, si es que la maes­tra llegaba.

Aun así, he vivi­do la expe­rien­cia edu­ca­ti­va más rele­van­te de esta eta­pa de mi vida, com­ple­men­tán­do­se las horas de escue­li­ta con la igno­mi­nio­sa cala­mi­dad del encie­rro. Esa cons­tan­cia es el tes­ti­mo­nio de mi pos­gra­do ele­men­tal, equi­pa­ra­ble al bello acto infan­til de cuan­do empe­za­mos a cami­nar; sí, estoy dan­do los pri­me­ros pasos en la “otra for­ma de cami­nar”. ¿Qué estoy apren­dien­do? A espe­rar. A cul­ti­var la paciencia.

Espe­rar es la mate­ria, el cur­so, el diplo­ma­do, la maes­tría, el doc­to­ra­do y pos­doc­to­ra­do. Es el pre­es­co­lar, o mejor dicho, la tarea de esta guardería.

Aquí hay que espe­rar; inva­ria­ble e inexo­ra­ble­men­te, esperar.

Espe­rar el día de la audien­cia, el paso obli­ga­do para vis­lum­brar, para vati­ci­nar con­ju­gan­do las opi­nio­nes, ya del abo­ga­do, ya de los fami­lia­res asis­ten­tes; para mirar los ojos de los que nos miran, entre tes­ti­gos, peri­tos, secre­ta­rios; para refle­jar­nos en sus ojos ató­ni­tos, en sus manos levan­ta­das para decir­nos hola y adiós; para lan­zar­les la son­ri­sa angus­tia­da, exper­ta en ocul­tar la desolación.

Audien­cia dife­ri­da, sus­pen­di­da, inú­til, pocas veces opti­mis­ta por­que sabe­mos que cuan­to más se alar­ga el pro­ce­so, cuán­to más hay que espe­rar. Espe­rar el tiem­po usu­re­ro del minis­te­rio públi­co, el pla­zo indi­fe­ren­te del juez o la pos­ter­ga­ción capri­cho­sa de un tes­ti­go, si es que no se atra­vie­san las vaca­cio­nes o el día de asue­to en el juzgado.

Espe­rar las noti­fi­ca­cio­nes, ser lla­ma­do por el esta­fe­ta gri­tón y subir a juz­ga­dos a fir­mar a ente­rar­nos de acuer­dos, tra­mi­tes y pro­ce­di­mien­tos, res­pi­ro que se le da al cuer­po salien­do del dor­mi­to­rio, del pur­ga­to­rio de las almas ves­ti­das de azul, con­ta­mi­na­das de negro, azul de pro­ce­so, negro de cus­to­dios; almas into­xi­ca­das y dis­tan­tes de toda reden­ción. Ser noti­fi­ca­do aca­so una vez entre doce­nas, de un pro­ba­ble fallo a favor, de la rule­ta rusa de un ampa­ro o de una sen­ten­cia, la nota máxi­ma de libertad.

Espe­rar el sába­do y pre­dis­po­ner la men­te, aco­mo­dar la piel, bañar­nos los aro­mas del ciga­rro, la letri­na, las malas mañas, la inmun­di­cia, la sole­dad en el haci­na­mien­to. Correr al encuen­tro y con­tar­le todo, todo lo que te hizo reír o lo que te hizo rabiar, lo que soñas­te, lo que due­le, lo que sos­pe­chas, lo que extra­ñas; pero no bien empie­zas y pre­fie­res callar o escu­char, no tie­ne que ente­rar­se de minu­cias, mucho menos de cobar­de­ces. Abra­zar, salu­dar, besar, para absor­ber otro humor, otra sus­tan­cia, otro ali­men­to; oler sus cabe­llos, tocar sus ropas; pre­gun­tar lo indis­cre­to, poseer lo per­di­do; repu­diar lo libre, año­rar­lo, envi­diar­lo; saber las bue­nas nue­vas, las malas nue­vas. Espe­rar que no le qui­ten la comi­da, que no le qui­ten su dine­ro, que no la obli­guen a hacer sen­ta­di­llas mien­tras la cus­to­dia mira en su des­nu­dez infla­ma­da de pena y rabia. Espe­rar que el tiem­po se deten­ga en el abra­zo final, en el beso de labios que no quie­ren des­pe­dir­se y que el cus­to­dio que revi­sa y cachea no se enca­je para dar­le otro pelliz­co a nues­tra fru­ta a nues­tro pan o a nues­tros gui­sa­dos para los que habre­mos de pagar refri­ge­ra­ción, las calen­ta­das y para los que habrá de bus­car un lugar­ci­to y comer­los si no nos per­mi­ten usar el come­dor por órde­nes de la autoridad.

Espe­rar el día de locu­to­rios, el encuen­tro con los abo­ga­dos para dar oxí­geno al cora­zón y cal­mar la taqui­car­dia o atra­sar los infar­tos, con pas­ti­llas de ase­so­ría jurí­di­ca o con pala­bras de com­pa­ñe­ro defen­sor. Horas de locu­to­rio, puen­te exte­rior, a los atar­de­ce­res, a los anda­res, a los pesa­res de los que están libres.

Espe­rar que ano­chez­ca para ir a soñar, inten­tar dor­mir, renun­ciar de plano al día per­di­do; enfren­tar el jue­go fre­né­ti­co de los delin­cuen­tes chi­qui­tos y gran­do­tes, el jue­go vio­len­to de vio­lar­se con diver­sión a cos­ta de las más débi­les. Res­pi­rar el mal­di­to vicio de fumar o de subir el volu­men a las boci­nas, sin lími­tes ni res­pe­to para el que nece­si­ta des­can­sar, des­can­sar de nada, pero dejar ya de estar can­sa­do, con los hue­sos ado­lo­ri­dos opri­mi­dos por el cemen­to y por el sis­te­ma de justicia.

Espe­rar el ama­ne­cer, el nue­vo día, el mis­mo día, el pase de lis­ta a las cin­co y media, el rui­do de la tala­cha, espe­rar que abran la reja para ir al baño, al ran­cho, al telé­fono, a mirar el cie­lo, a cami­nar en vuel­tas inter­mi­na­bles a la can­cha, la peque­ña cancha.

Espe­rar en la fila para hablar por telé­fono, en uno de los tres apa­ra­tos lada­tel que fun­cio­nan aun­que hay seis ins­ta­la­dos, los otros tres lle­van casi un año inser­vi­bles mien­tras los que fun­cio­nan se tra­gan el cré­di­to de las tar­je­tas terri­to­rio Tel­mex. Espe­rar a que res­pon­da, que no esté ocu­pa­do, que con­tes­te a los pri­me­ros tim­bra­zos, que no ten­ga que vol­ver a mar­car cin­co veces. Espe­rar que no me esqui­ve, que no me nie­gue el habla. Escu­char la voz sua­ve que acom­pa­ñe mi día aun­que sea con el sabi­do y casi incons­cien­te ¿Cómo estás? Para no que­dar otra vez solo a nau­fra­gar el Domin­go o el día fes­ti­vo en que se espe­san más las horas y los minu­tos. Espe­rar que la voz te de una noti­cia lin­da o que el hijo que no has escu­cha­do te hable para saber cómo habla y para des­do­blar los nudos de la gar­gan­ta desean­do que esté bien. Espe­rar en la fila inter­mi­na­ble, en el des­fi­le de expec­ta­cio­nes, en el per­ma­nen­te con­ti­nuo flu­jo al exte­rior por voz y dine­ro que se embol­sa Slim.

Espe­rar el turno para la letri­na, aspi­ran­do los excre­men­tos, mien­tras se des­ocu­pa una de las dos que no están tapadas.

Espe­rar que lle­gue el agua, espe­rar que no se vaya para poder bañar­nos, para lavar los cacha­rros, los tras­tes impro­vis­tos con todo enva­se útil. Espe­rar que se lle­ne el tam­bo de los sani­ta­rios antes que los garra­fo­nes de las cel­das para que los baños estén lim­pios por si hay una super­vi­sión del coman­dan­te, de la direc­to­ra o de algu­na visita.

Espe­rar el ran­cho, los pero­les, para alcan­zar un pan, un dul­ce, un vaso de té sin azú­car, qui­zá algún gui­sa­do que esté comible.

Espe­rar la lis­ta de las ocho y media y el posi­ble cacheo; la de las tre­ce trein­ta; la de las cin­co trein­ta; la del ence­rrón fatal a las sie­te de la noche, en la que los cus­to­dios cobran su bai­za (cin­co pesos) por haber­les per­mi­ti­do “ser”. Yo no apor­to esta “coope­ra­ción volun­ta­ria”; o diez pesi­tos el sába­do de visita.

Espe­rar que no lle­guen las vaca­cio­nes sabien­do que no hay como elu­dir­lo, por­que con ellas vie­ne la mono­to­nía y el alar­ga­mien­to del proceso.

Espe­rar que cam­bien al direc­tor, al coman­dan­te, al jefe de turno, para que todo siga igual, aun­que cada uno sí gra­ba su impron­ta, su esti­lo, su auto­ri­ta­ris­mo, su terror.

Espe­rar que oscu­rez­ca el cie­lo y que no haya nubes para poder mirar la luna, las estre­llas y sobre todo, para poder ver el sor­tí­le­go de casi todas estas noches de invierno, la apa­ri­ción de luces, de obje­tos que se mue­ven siguien­do rutas y horas habi­tua­les. Apa­re­cen lumi­no­sas como estre­llas fuga­ces, cami­nan y se apa­gan, siem­pre en la mis­ma región del fir­ma­men­to, a veces tres, a veces has­ta seis. Sus apa­ri­cio­nes nos tie­nen absor­tos ¿Qué será? No son avio­nes, no son astros. Son las seña­les de nues­tro ano­che­cer cane­ro, atis­bos a otro mun­do a otro uni­ver­so a otras naves a otros naufragios.

Espe­rar es nues­tra tarea cons­tan­te, el ofi­cio inde­sea­do, el arte infle­xi­ble, la pro­fe­sión no regis­tra­da ante la SEP.

Es nues­tra ocu­pa­ción de des­em­plea­dos, la labor infe­cun­da, esté­ril, salo­bre, tris­te. Pero es el sur­co en el que siem­bran los sabios, don­de cami­nan los gue­rre­ros ace­chan­do el inten­to, sin sobre­sal­tos, sin per­der los estri­bos, sin olvi­dar los pro­pó­si­tos en el cono­ci­mien­to, en el pun­to de enca­je que nos guar­da el universo.

Espe­rar es teo­ría, prac­ti­ca, pero ante todo acción pasi­va, si, si, si, es el oxí­mo­ron de la cár­cel, para­do­ja y anti­no­mia. Es el túnel al que arri­ba­mos para fluir en el estan­ca­mien­to, para avan­zar en la quie­tud, para per­pe­tuar nues­tra espe­cie como indi­vi­duos úni­cos. Espe­rar es una esta­tu­ra dete­ni­da que solo deja de cre­cer cuan­do se aca­ba el horizonte.

Her­ma­nos y her­ma­nas, dígan­me si no es valio­sa mi cons­tan­cia, mis horas de espera.

Si lo con­si­de­ran así, les con­mino con mi mejor son­ri­sa, la que sale de haber des­cu­bier­to como andar, a sumar­se al desa­fío vital: espe­rar la libertad.

Oscar Her­nán­dez Neri.